La
familia de Mahmud Hamandeh, portavoz de la villa de Mufaqara, en una de
las casas amenazadas por el Ministerio de Defensa de Israel.
La carretera es buena. Lisa, señalizada, cuidada. Es fácil acceder a Susiya, Maon, Abigail, Karmel. Un
colono israelí
puede llegar allá sin contratiempos e instalarse a vivir en estas
villas-fortaleza, rodeadas de carreteras vigiladas por militares y con
controles de acceso, protegidas. Pueblos que son un
vergel –con agua subvencionada por el Estado- en las montañas desérticas del
sur de Hebrón, Cisjordania, sí, pero catalogado como zona c, bajo control civil y militar de Israel. En
mitad del valle se acaba lo bueno. El asfalto desaparece, sólo el polvo
cubre el camino desdibujado e irregular que lleva hasta
Mufaqara.
No hay indicaciones. Nada anima a bajar a la hondonada, salteada de
jaimas endebles, sartén al mediodía de verano. Los vecinos, cansados de
callar, han plantado unas columnas de neumáticos marcando su territorio.
Verdes, blancos, rojos, negros, los colores de la
bandera palestina.
Muy cerca, bloques de hormigón con pintadas en hebreo, árabe e inglés advierten del peligro latente.
“Zona de fuego. Entrada prohibida”, rezan. Eso es lo que el Gobierno de Israel quiere que sean
12 villas del distrito de
Yata, Mufaqara entre ellas:
un área cerrada para maniobras militares. La llamada
zona de fuego 918. Para ello, quiere
expulsar a un millar largo de palestinos
que residen en la zona desde que tienen memoria ellos, sus padres, sus
abuelos. Propietarios privados de la tierra. Tras 13 años de litigio,
este mes la
Corte Suprema debía decidir el futuro de los poblados, pero ha retrasado la vista hasta el 2 de septiembre. Esta promete ser la
definitiva. Una cuarentena de
escritores israelíes, por primera vez, ha emitido un
comunicado en el que llama a su Ejecutivo a “
respetar” las aldeas y, a sus conciudadanos, a romper el
“sólido cinismo” y el
“silencio” con que consienten la ocupación. La espera, pese al ánimo, es terriblemente angustiosa.
Mahmud Hamandeh nació en Mufaqara. Sabe a ciencia
cierta que al menos tiene tres generaciones a sus espaldas que
residieron en la misma zona. A sus 65 años, es hoy el portavoz de la
villa. “El problema comenzó en los años 80, cuando empezaron a
planificar las
colonias. Todos aguardamos a que la
comunidad internacional las parase pero, al contrario, se deja incluso
que crezcan, con puestos de avanzada. Luego nos ilusionamos con los
Acuerdos de Oslo [1993], pero tampoco. Pasó el tiempo y se concretó la
amenaza.
Quieren que mis campos sean zona de tiro. Aquí todos somos
pastores de ovejas y cabras y
plantamos lo que se puede. ¿Qué daño hacemos?
¿Por qué no construyen el campo de tiro en el desierto del Negev, donde no viva nadie?”, se pregunta, con la indignación creciendo en su voz.
Vista de Mufaqara, en un valle al sur de Hebrón rodeado de colonias ilegales.
En
1999, cuando la orden estaba dada y los vecinos aún organizaban su resistencia, camiones del Ministerio de Defensa
entraron por la noche en el poblado, como en otros lugares vecinos, y
se llevaron a decenas de familias.
Las excavadoras tiraron sus casas o destrozaron el acceso a las que
están hechas en la piedra, a modo de cuevas. Montaron en los vehículos a
niños, ancianos, adultos, junto con sus rebaños, y los
recolocaron en pueblos próximos, absolutamente alejados de su modo de vida y de su propiedad legítima.
Fue tan grave esta incursión que la Corte Suprema permitió que los palestinos
regresasen a sus casas, en unas
3.000 hectáreas de suelo. Los jueces decidieron que se mantendría el
status quo en el área hasta que se demostrase si, realmente, sus habitantes
tenían o no residencia permanente en estas aldeas. Porque ese es el principal
argumento que usa
Israel para tomar la tierra: l
os vecinos no viven allá, dice, sólo van muy de cuando en cuando,
y tienen sus casas estables en Yata, el mayor pueblo palestino de la
comarca, el que da nombre al distrito. Israel alega una segunda razón
para movilizar a este millar de personas: si siguen allá cuando se
instale el campo de tiro podrán
recopilar informaciones de inteligencia sobre sus métodos de entrenamiento e incluso
recoger armamento olvidado, que puede ser usado más tarde para ataques terroristas.
“Vea mi casa, mi modo de vida.
Está claro que no vengo aquí cada dos meses a dar un paseo.
No soy un invasor en mi propia tierra,
como quieren hacer ver”, se queja Mahmud. Nada parece abandonado. Todo
rezuma rutina diaria. Es cierto que algunos de sus convecinos tienen
casa en propiedad o en alquiler en Yata, además de la de Mufaqara, “pero
nadie pregunta a un judío de Susiya si además de en la
colonia tienen un chalé de veraneo en la playa. Nadie le obliga a irse
por eso, ¿verdad?”, ejemplifica Avner Gueverianu, israelí, miembro de la
ONG
Breaking The Silence, que hizo su servicio militar en la zona y ahora denuncia lo que quieren ejecutar sus ex compañeros.
Los escritores Zeruya Shalev, Etal Megged y Alona Kimhi, en la jaima de Mufaqara.
Shlomo Lecker, el abogado de las familias, explica que los residentes
no tienen apenas títulos escritos de propiedad,
porque no era la costumbre en las montañas cuando allá se instalaron.
Sin embargo, como en el caso de los casi 50.000 beduinos del Negev que
Israel va a desplazar porque entiende que sus aldeas son ilegales, hay
testimonios del Imperio Otomano y del posterior Mandato Británico
que constatan que esta tierra era de quien hoy la ocupa, legalmente.
“Son contratos verbales en muchos casos –insiste-, pero son contratos”.
Sobre la presencia de pobladores en la zona tienen además
evidencias históricas,
desde restos romanos –fue un importante centro de comercio y aún quedan
restos de algunas de sus infraestructuras, algunos en uso- hasta
fotografías aéreas previas a la creación del Estado de Israel (1948).
El “
asedio”, abunda Lecker, es “
constante” por parte del Ministerio de Defensa de Israel. Cada cierto tiempo,
los soldados entran en las villas, hacen inspecciones, piden papeles. Plantan carteles de peligro o sobrevuelan la zona con sus helicópteros.
Los colonos vecinos han talado algunos de los esenciales arbustos o han envenenado el agua de los animales,
cuando esta región cubre el 40% de las necesidades de ovejas y pollos
de todo el sur de Cisjordania, según informa a Efe el Ayuntamiento de
Yata.
“El acoso llega a todo: les tiran cisternas de agua, los sanitarios que colocan en las afueras de las viviendas…
No
pueden conectarse a la red de suministro de agua potable, por lo que la
compran a los pueblos vecinos a un precio muy elevado. Tampoco pueden
engancharse a la red de electricidad. Ni respetan su modo
tradicional de vida ni les dejan mejorar en cosas esenciales que sí
quieren incluir en su día a día. Es estresante y es un
crimen de guerra”, explica el letrado. Como sostiene Jonathan Brenneman, voluntario de los
Equipos Cristianos de Acción por la Paz (ECAP), todo se mezcla con los “disparos y bengalas” que se dejan oír por la noche “y entonces la
paranoia echa raíces”. “Aquí están al borde de la desesperación, desde hace 20 años”, insiste.
Un ejemplo de la tensión diaria es el paseo de los niños de Mufaqara hasta el
colegio. Una quincena de niños acude a las aulas, en el valle, a varios kilómetros a pie, con
escolta de cooperantes italianos de la
Operazione Colomba. Los pequeños sufren
agresiones por parte de los colonos
próximos desde 2006. Las videocámaras occidentales que todo lo graban
les sirven de escudos, evitan que se acerquen sus atacantes. No siempre,
es verdad. Hace dos años, un voluntario fue apaleado. “
Hasta los militares que protegen estos asentamientos tienen miedo de sus vecinos”, reconoce Gueverianu.
Imagen de la campaña de la ONG B´Tselem contra el desalojo de los palestinos.
Tras más de 12 años de miedo diario, Israel ha presentado ante el
juez su propuesta, tras investigar la situación de los poblados.
Propone que se evacuen ocho de las aldeas,
aunque se permitiría a sus moradores regresar los fines de semana, los
festivos judíos y un mes al año para cultivar y pasear al ganado, algo
“absolutamente
insuficiente” a juicio de los residentes.
Las otras cuatro villas deberán ser demolidas, propone el Gobierno, para ser sometidas a una nueva planificación urbana
que llevaría aparejada restricciones de movimiento “debido a la
cercanía a la zona de tiro”. De un día para otro se espera que el
Supremo decida. Puede optar por la expulsión, por mantener los pueblos o
por someterlos a condiciones varias. “Si sólo queremos vivir… vivir con
dignidad y honor…”, insiste el portavoz de Mufaqara.
Mahmud Hamandeh habla en una jaima, rodeado de prensa y de escritores
israelíes que han acudido a apoyar su causa, parte de los intelectuales
que han firmado el documento que pide
“a aquellos que sean capaces de escuchar” que eviten “otra
injusticia” contra los palestinos. Entre los que suscriben el texto se encuentran los nombres más destacados de las letras de Israel:
David Grossman,
Amos Oz,
A.B. Yehoshua. “Estoy aquí porque es lo sensato. Es lo que merece esta gente. Pero también pienso en la
salud mental de mi país,
de Israel, que no se plantea lo que hacemos a los palestinos. Es una
injusticia que hay que denunciar, pero en cambio cada vez somos
más insensibles, más conservadores, menos solidarios”, denuncia
Eyal Megged. Su colega
Alona Kimhi comparte la misma visión. “Tenemos que
presionar para que la sociedad
despierte.
Los ciudadanos, más que los políticos, podemos llevar este conflicto a
un nuevo punto, ganando batalla tras batalla desde el sentido común y la
justicia. Es el momento del
compromiso”, dijo a los vecinos de la villa, descalza, con un té en las manos.
El grupo regresa a Israel. Atrás quedan las villas y su dolor. Mahmud
y su familia reparten ciruelas como despedida, junto a la tienda
apuntalada que es su casa. Antes, una vez, hubo una vivienda de
ladrillo,
ilegal, sin permiso, pero “necesaria” ante
las inclemencias del tiempo. El Ejército se la ha tirado varias veces.
Ahora la tiene a medio levantar de nuevo.
“Pueden destruir nuestra casa pero no nuestros derechos. No se pueden confiscar las mentes de los palestinos”.