Carta de David Grossman a su hijo, muerto, Uri Grossman
Mi querido Uri:
Hace tres días que prácticamente todos nuestros pensamientos
comienzan por una negación. No volverás a venir, no volveremos a hablar,
no volveremos a reír. No volverá a estar ahí, el chico de mirada
irónica y extraordinario sentido del humor. No volverá a estar ahí, el
joven de sabiduría mucho más profunda que la propia de su edad, de
sonrisa cálida, de apetito saludable. No volverá a estar ahí, esta rara
combinación de determinación y delicadeza. Faltarán a partir de ahora su
buen juicio y su buen corazón.
No volveremos a contar con la infinita ternura de Uri, la
tranquilidad con la que apaciguaba todas las tormentas. No volveremos a
ver juntos Los Simpson o Seinfeld, no volveremos a escuchar contigo a
Johnny Cash ni volveremos a sentir tu fuerte abrazo. No volveremos a
verte andar y charlar con tu hermano mayor, Yonatan, gesticulando con
ardor, ni volveremos a verte besar a tu hermana pequeña, Ruti, a la que
tanto querías.
Uri, mi amor, durante tu breve existencia todos aprendimos de ti. De
tu fuerza y tu empeño en seguir tu camino, incluso aunque no tuviera
salida. Seguimos, estupefactos, tu lucha para que te admitieran en los
cursillos de formación de jefes de carros de combate.
No cediste a la opinión de tus superiores, porque sabías que podías
ser un buen jefe y no estabas dispuesto a dar menos de lo que eras
capaz. Y cuando lo lograste, pensé: he aquí un chico que conoce sus
posibilidades de manera sencilla y lúcida. Sin pretensión, sin
arrogancia. Que no se deja influir por lo que dicen los demás de él. Que
saca la fuerza de sí mismo. Desde que eras niño, eras ya así.
Vivías en armonía contigo mismo y con los que te rodeaban. Sabías
cuál era tu sitio, eras consciente de ser querido, conocías tus
limitaciones y tus cualidades. Y, la verdad, después de haber doblegado a
todo el ejército y haber sido nombrado jefe de carros de combate, se
vio claramente qué tipo de jefe y de hombre eras. Y hoy oímos hablar a
tus amigos y tus soldados del jefe y el amigo, el que se levantaba antes
que nadie para organizar todo y que sólo se iba a costar cuando los
otros ya dormían.
Y ayer, a medianoche, contemplaba la casa, que estaba más bien
desordenada después de que cientos de personas vinieran a visitarnos
para ofrecernos consuelo, y dije: tendría que estar Uri para ayudarnos a
recoger.
Eras el izquierdista de tu batallón, pero te respetaban porque
mantenías tus posiciones sin renunciar a ninguno de tus deberes
militares. Recuerdo que me habías explicado tu "política de controles
militares" porque tú también habías pasado bastante tiempo en esos
controles. Decías que, si había un niño en el coche que acababas de
detener, lo primero que hacías era tratar de tranquilizarle y hacerle
reír. Y te acordabas de aquel niño, más o menos de la edad de Ruti, y
del miedo que le dabas, y lo que él te odiaba, con razón. Pese a ello,
hacías todo lo posible para facilitarle ese momento terrible, pero
siempre cumpliendo tu deber, sin concesiones. Cuando partiste hacia
Líbano, tu madre dijo que lo que más temía era el "síndrome de
Elifelet". Teníamos mucho miedo que, como el Elifelet de la canción, te
lanzases en medio de los disparos para salvar a un herido, de que fueras
el primero en ofrecerse voluntario para el reabastecimiento de las
municiones largo tiempo agotadas. Temíamos que allí en Líbano, en esta
guerra tan dura, te comportases como lo habías hecho toda la vida en
casa, en la escuela y en el servicio militar, que te ofrecieras a
renunciar a un permiso porque otro soldado lo necesitaba más que tú, o
porque aquel otro tenía una situación más difícil en su casa. Para mí
eras un hijo y un amigo. Y lo mismo para tu madre. Nuestra alma está
unida a la tuya. Vivías en paz contigo mismo, eras de esas personas con
las que uno se siente bien. No puedo ni decir en voz alta hasta qué
punto eras para mí "alguien con quien correr" (Nota: título de una de
las últimas novelas de David Grossman). Cada vez que volvías de permiso,
decías: ven, papá, vamos a hablar. Normalmente, íbamos a sentarnos y
conversar a un restaurante. Me contabas un montón de cosas Uri, y yo me
enorgullecía y me sentía honrado de ser tu confidente, de que alguien
como tú me hubiera escogido.
Recuerdo tu incertidumbre, una vez, por la idea de castigar a un
soldado que había infringido la disciplina. Cuánto sufriste porque la
decisión iba a indignar a los que estaban a tus órdenes y a los demás
jefes, mucho más indulgentes que tú ante ciertas infracciones. Castigar a
aquel soldado, efectivamente, te costó mucho desde el punto de vista de
las relaciones humanas, pero aquel episodio concreto se transformó
después en una de las historias fundamentales del batallón, porque
estableció ciertas normas de conducta y respeto a las reglas. Y en tu
primer permiso me contaste, con un tímido orgullo, que el comandante del
batallón, durante una conversación con varios oficiales recién
llegados, había citado tu decisión como ejemplo de comportamiento por
parte de un jefe.
Has iluminado nuestra vida, Uri. Tu madre y yo te criamos con amor.
Fue muy fácil quererte con todo nuestro corazón, y sé que tú también
viviste bien. Que tu breve vida fue bella. Espero haber sido un padre
digno de un hijo como tú. Pero sé que ser el hijo de Mijal quiere decir
crecer con una generosidad, una gracia y un amor infinitos, y tú
recibiste todo eso. Lo recibiste en abundancia y supiste apreciarlo,
supiste agradecerlo, y no consideraste nada de lo que recibías como algo
que te fuera debido.
En estos momentos no quiero decir nada de la guerra en la que has
muerto. Nosotros, nuestra familia, ya la hemos perdido. Israel hará su
examen de conciencia, y nosotros nos encerraremos en nuestro dolor,
rodeado de nuestros buenos amigos, arropados en el amor inmenso de tanta
gente a la que, en su mayoría, no conocemos, y a la que agradezco su
apoyo ilimitado.
Me gustaría mucho que también supiéramos darnos unos a otros este
amor y esta solidaridad en otros momentos. Ese es quizá nuestro recurso
nacional más especial. Nuestra mayor riqueza natural. Me gustaría que
pudiéramos mostrarnos más sensibles unos con otros. Que pudiéramos
liberarnos de la violencia y la enemistad que se han infiltrado tan
profundamente en todos los aspectos de nuestra vida. Que supiéramos
cambiar de opinión y salvarnos ahora, justo en el último instante,
porque nos aguardan tiempos muy duros.
Quiero decir alguna cosa más. Uri era un joven muy israelí. Su propio
nombre es muy israelí y muy hebreo. Era un concentrado de lo que
debería ser Israel. Lo que está ya casi olvidado. Lo que muchas veces se
considera casi una curiosidad.
A veces, al observarle, pensaba que era un joven un poco anacrónico.
Él, Yonatan y Ruti. Unos niños de los años cincuenta. Uri, con su
absoluta honradez y su forma de asumir la responsabilidad de todo lo que
sucedía a su alrededor. Uri, siempre "en primera línea", con el que se
podía contar. Uri, con su profunda sensibilidad respecto a todos los
sufrimientos, todos los males. Con su capacidad para la compasión. Una
palabra que me hacía pensar en él cada vez que me venía a la mente. Era
un chico que tenía unos valores, ese término tan vilipendiado y
ridiculizado en los últimos años. Porque en nuestro mundo loco, cruel y
cínico, no es "cool" tener valores. O ser humanista. O sensible al
malestar de los otros, aunque esos otros fueran el enemigo en el campo
de batalla.
Pero de Uri aprendí que se puede y se debe ser todo eso a la vez. Que
debemos defendernos, sin duda, pero en los dos sentidos: defender
nuestras vidas, y también empeñarnos en proteger nuestra alma,
empeñarnos en protegerla de la tentación de la fuerza y las ideas
simplistas, la distorsión del cinismo, la contaminación del corazón y el
desprecio del individuo que constituyen la auténtica y gran maldición
de quienes viven en una zona de tragedia como la nuestra. Uri tenía
sencillamente el valor de ser él, siempre, en cualquier situación, de
encontrar su voz exacta en todo lo que decía y hacía, y eso le protegía
de la contaminación, la desfiguración y la degradación del alma.
Uri era además un chico divertido, de un humor y una sagacidad
increíbles, y es imposible hablar de él sin mencionar algunos de sus
"hallazgos". Por ejemplo, cuando tenía 13 años, le dije: imagínate que
puedas ir con tus hijos un día al espacio, como vamos hoy a Europa. Y él
me respondió sonriendo: "El espacio no me atrae demasiado, en la tierra
se encuentra de todo".
En otra ocasión, en el coche, Mijal y yo hablábamos de un nuevo libro
que había despertado gran interés y estábamos citando a escritores y
críticos. Uri, que debía tener nueve años, nos interpeló desde el
asiento de atrás: "¡Eh, Ustedes, los elitistas, recuerden que llevan
detrás a un inculto que no entiende nada de lo que dicen!".
O, por ejemplo, una vez que tenía un higo seco en la mano (le
encantaban los higos): "Dime, papá, ¿los higos secos son los que han
cometido un pecado en su vida anterior?" O cuando me resistía a aceptar
una invitación a Japón: "¿Cómo puedes decir que no? ¿Tú sabes lo que
debe ser vivir en el único país en el que no hay turistas japoneses?".
Cuando en la noche del sábado al domingo, a las tres menos veinte,
llamaron a nuestra puerta y por el interfono se oyó la voz de un
oficial. Fui a abrir y pensé: ya está, la vida se ha terminado. Pero
cinco horas después, cuando Mijal y yo entramos en la habitación de Ruti
y la despertamos para darle la terrible noticia, ella, tras las
primeras lágrimas, dijo: "Pero seguiremos viviendo, ¿verdad? Viviremos y
nos pasearemos como antes. Quiero seguir cantando en el coro, riendo
como siempre, aprender a tocar la guitarra". La abrazamos y le dijimos
que íbamos a seguir viviendo, y Ruti continuó: "Qué trío tan
extraordinario éramos, Yonatan, Uri y yo". Y es verdad que sois
extraordinarios. Yonatan, Uri y tú no erais sólo hermanos, sino amigos
de corazón y de alma. Teníais un mundo propio, un lenguaje propio y un
humor propio. Ruti, Uri te quería con toda su alma. Con qué ternura te
hablaba. Recuerdo su última llamada de teléfono, después de expresar su
alegría por el alto el fuego que había proclamado la ONU, insistió en
hablar contigo. Y tú lloraste después. Como si ya lo supieras.
Nuestra vida no se ha terminado. Sólo hemos sufrido un golpe muy
duro. Sacaremos la fuerza para soportarlo de nosotros mismos, del hecho
de estar juntos, Mijal y yo, nuestros hijos, y también el abuelo y las
abuelas que querían a Uri con todo su corazón -le llamaban Neshumeh (mi
pequeña alma)-, y los tíos, tías y primos, y todos sus amigos del
colegio y el ejército, que están pendientes de nosotros con aprensión y
afecto. Y también sacaremos la fuerza de Uri. Poseía una fuerza que nos
bastará para muchos años. La luz que proyectaba -de vida, de vigor, de
inocencia y de amor- era tan intensa que seguirá iluminándonos incluso
después de que el astro que la producía se haya apagado. Amor nuestro,
hemos tenido el enorme privilegio de haber estado contigo, gracias por
cada momento en el que estuviste con nosotros.